No he llegado al punto del precursor de esta revista,
Antonio Cambronero, de cerrar
Twitter (yo lo sigo llamando así), pero mi presencia en esta red social es casi testimonial.
Ya no soy aquel que publicaba una media siete tuits al día (acabo de ir a mi perfil y roza los 39,000 desde que abrí la cuenta en 2010). Ni entro tres o cuatro veces (por ser comedido) al día para ver si me he perdido algo.
Facebook hace más tiempo que está metido en el cajón del olvido y LinkedIn demasiada venta profesional. TikTok la borré hace unos meses. Su algoritmo para atrapar a los clientes es aterrador. La única es Instagram, pero solo la uso de manera personal y no me consume más de 15 minutos al día.
Así que las tres o cuatro horas que (mal)gastaba en las redes sociales han pasado a prácticamente cero.
Bueno, igual, igual no. Tengo unas cuantas horas más al día para hacer más cosas o para no hacer nada. Que también es hacer algo. No voy a decir que mi vida ahora es mejor, para nada. Sino que ahora ocupo esas horas en otras historias más productivas.
La verdad es que no ha sido un proceso muy pensado. Simplemente, poco a poco, he ido disminuyendo mi presencia en ellas, casi sin darme cuenta, hasta reducirla a casi la nada. Es como aquel bar al que ibas permanentemente, y, de repente, un día dejas de ir y el mundo sigue girando igual.
Tengo que reconocer que lo que más me ha gustado de este proceso es que no las he echado ni echo de menos.