Hay pocas dudas: por innovación y por prestaciones, los vehículos eléctricos de
Tesla siguen estando, en muchos aspectos, entre los mejores del mercado. Pero a pesar de ello, la marca se encuentra ahora inmersa en una crisis que trasciende la calidad de sus vehículos, y que más que deberse a problemas técnicos (que también los tiene), se trata de una tormenta perfecta de política, protestas y, por supuesto, la imparable competencia china.
En un giro que muy pocos se habrían atrevido a anticipar, Donald Trump ha decidido adentrarse en un terreno que le resulta personalmente tan extraterrestre y tan poco atractivo como el de la movilidad eléctrica. Por un lado, se le ha visto respaldar a su «co-presidente» montando un showroom de
Tesla en plena Casa Blanca, un movimiento que raya en lo insólito, y por otro, ha anunciado que los ataques a concesionarios
Tesla serán tratados nada menos que como terrorismo. La absurda jugada de adquirir él mismo un
Tesla Model S de 90, algo que aliena gratuitamente a los compradores tradicionales de la marca que no soportan ver a semejante personaje sentado en el mismo coche que ellos conducen, y que no llegará a tener ningún efecto sobre los que no eran clientes de la marca porque reniegan de cualquier tipo de movilidad eléctrica, ha contribuido a encender una polémica que va más allá de una simple cuestión empresarial, y se asoma directamente a la definición de corrupción.