Los brutales incendios forestales que desde el pasado 7 de enero han afectado al área metropolitana de
Los Angeles y a las regiones circundantes, con cuatro de ellos aún activos, deberían hacer que pensásemos sobre las perspectivas de futuro de un mundo cada vez más recalentado y en el que catástrofes de este tipo son cada vez más complicados de controlar. A día de ayer, los incendios, los más catastróficos de la historia de los Estados Unidos, han provocado ya al menos veinticinco muertes, han obligado a evacuar a más de 200,000 personas y han destruido o dañado más de 12,400 estructuras.
Plantear acusaciones absurdas sobre la gestión competente o incompetente de este tipo de incendios es un ejercicio sin sentido. Por supuesto, los incendios se han visto exacerbados por la sequía, la baja humedad, la acumulación de vegetación y los vientos huracanados de Santa Ana, que en algunos lugares han alcanzado los 160 km/h, pero da lo mismo: no importa cuánto fuese el presupuesto y los recursos de los bomberos de
Los Angeles, ninguna ciudad está preparada para las consecuencias de la emergencia climática.