Mi columna de esta semana en
Invertia se titula «Inteligencia artificial y educación: no nos equivoquemos de nuevo» (pdf), y trata de relacionar la decisión de muchas instituciones educativas y gobiernos de prohibir radicalmente los smartphones en la educación «porque son peligrosos» con lo sucedido hasta el momento con la
inteligencia artificial generativa, que fue igualmente prohibida y ahora es protagonista de persecuciones utilizando herramientas absurdas para tratar de identificar si los estudiantes la han utilizado o no.
Como siempre, la verdad se sitúa en un punto medio: ni smartphones a todas horas y para todo, ni algoritmos utilizados de manera que los alumnos no vean necesario aprender nada. Pero cuando una tecnología se sitúa como una de las llamadas «de propósito general», y por tanto se convierten en protagonistas de una revolución en su proceso de adopción y podemos tener por seguro que pasarán a formar parte de nuestras vidas queramos o no, tenemos que tratarla como tal e integrarla en el proceso educativo, y si es potencialmente peligrosa, más aún. Relegarla a la prohibición solo supone renunciar a educar, y por tanto, generar problemas más graves cuando esos alumnos finalmente pueden acceder a ella.