Cuando
Microsoft anunció el lanzamiento de
Windows 11 en 2021, todos los clientes de
Windows 10 estábamos expectantes, porque confiábamos en que esta nueva edición del sistema operativo constituyera un claro paso adelante en la evolución del mismo.
Por ello, como muchos otros usuarios entusiastas, me animé a dar el salto casi de inmediato (escribir en un medio tecnológico y poder escribir sobre 'el nuevo
Windows 11' también pesó en la decisión, siendo honestos).
La cosa empezó mal cuando, tras recurrir a la herramienta lanzada por
Microsoft para comprobar el grado de compatibilidad del nuevo equipo con
Windows 11, se me informó que mi procesador (no especialmente antiguo) y la falta de TPM 2,0 convertían a mi equipo en candidato poco apto para la nueva versión del SO de
Microsoft.
Pero
Microsoft 'levantó' la mano en cuanto a requisitos de hardware en un primer momento y decidí no darle mucha relevancia.
El obvio rediseño visual fue lo primero que percibí tras instalarlo. Desde luego, había evolucionado en ese sentido, pero no tenía claro que me gustase la dirección: aunque las esquinas redondeadas fueron una novedad bienvenida, los nuevos menús contextuales limitados y el nuevo menú de Inicio no contaron con mi simpatía.