Hace ya unos cuantos años, cuando me dedicaba a reparar ordenadores a domicilio, se me ocurrió imprimir unas tarjetas de visita profesionales para que mis clientes pudieran contactarme fácilmente. Además de incorporar mi número de teléfono, que solo permitía enviar mensajes de texto porque
WhatsApp apenas estaba dando sus primeros pasos, agregué mi
correo electrónico.
Todavía me recuerdo saliendo de la imprenta con un puñado de tarjetas en las manos, emocionado por empezar a repartirlas. Pero nada más cruzar la puerta, me di cuenta de que había cometido un error: usé mi
correo electrónico más relevante. Hasta ese momento, se había mantenido relativamente en secreto pero eso cambió en el instante en que quedó impreso en mis tarjetas. Y era el mismo
correo que utilizaba como puerta de acceso a mi vida digital. Lo acababa de exponer sin darme cuenta.
Una inquietud me invadió al instante, acompañada de varias inquietudes sobre los riesgos asociados. ¿Y si alguien intentaba acceder a mis cuentas sin permiso? ¿Podría
utilizar el
correo que estaba en mis tarjetas junto con la información que había sobre mí en Facebook para intentar adivinar mi respuesta de seguridad? ¿Y qué sucedería con los servicios que tenía vinculados?
Por mínimo que fuera el riesgo, no debía exponer mi
correo electrónico principal.