Entre que me gustaba ver perritos que me recordaran a mi
Lola y que suelo seguir a cuentas (decentes) de recetas y restaurantes interesantes para visitar, cuando me quise dar cuenta
Instagram se había convertido en un continuo bombardeo de perritos y foodies de toda índole. Busqué a mis jugadoras de pádel favoritas y en cuestión de tiempo el algoritmo me devolvía todo tipo de trucos de mi deporte favorito. Por eso temblé cuando un día vi uno de esos vídeos de extraer puntos negros de la cara: sabía que
Instagram tenía preparado mi un aluvión.
El contenido recomendado a veces es interesante, pero a veces solo te interesa una búsqueda puntual y no convertir tu feed en una oda a Karlos Argiñano. Además en
Instagram hay de todo: hay gente con muchísimo talento y otra que bueno, hace lo que puede. Conocer cracks me gusta, pero ver vídeos cutres y sin fundamento, ya tal. Así que decidí tomar medidas y poner el algoritmo de
Instagram a cero.
Por un lado, porque con
Instagram pasa como con cierta marca de patatas, cuando haces pop, ya no hay stop. Por otro, una manera de reducir el scroll infinito al encontrarme contenido más general y por ende, potencialmente menos personalizado.