Las recientes iniciativas de la administración
Trump en torno a la industria del carbón resultan tan insólitas como contraproducentes, tanto desde la perspectiva tecnológica y medioambiental como desde la puramente económica.
En pleno 2025, además de emitir altos niveles de dióxido de carbono y contribuir de forma desastrosa al cambio climático, se encuentra en clara desventaja competitiva frente a las energías renovables, no solo es una muestra de miopía política, sino de un profundo desconocimiento de la realidad de unos mercados energéticos globales en los que, durante el año 2024, el 40% de la energía ya se obtuvo de fuentes renovables, simplemente debido a que sus costes son muchísimo más competitivos.
Más allá de los incontables estudios científicos que han demostrado el impacto nocivo del carbón en la salud pública y en el equilibrio climático, la realidad de los costes de producción de energía limpia se ha vuelto demoledora para quienes defienden al carbón. La energía solar y eólica ya son, considerablemente más baratas que la producida a partir de combustibles fósiles en cualquier parte del mundo. Apostar por un recurso anticuado y altamente contaminante, por mucho que se disfrace de una trasnochada y patriotera «defensa de la industria nacional», se ha convertido en un absoluto sinsentido.