Nacemos y, cuando todo está bien y reina una suerte de orden, en un momento muy concreto de nuestro crecimiento que llega condicionado por las experiencias y vivencias personales, una masa gigantesca de agua arrasa nuestra realidad para anegarlo todo. Un tsunami de retos, igual que el que rompe la paz del adorable gato protagonista de "Flow", se llama vida.
Si la nueva película del cineasta letón Gintis Zilbalodis me ha enamorado profundamente y me ha hecho escribir estas líneas con los ojos aún irritados por las lágrimas además de por su condición de milagro audiovisual y narrativo que ha impulsado su carrera en la temporada de premios hasta el punto de eclipsar a gigantes como Disney, Pixar o Dreamworks con un presupuesto ínfimo, ha sido por la inmensidad de capas y la profundidad discursiva que se esconden tras su fachada de entretenimiento para todos los públicos.
Por supuesto, la puerta de entrada en el filme se encuentra en su naturaleza de aventura, en la que la ligereza y la ternura cohabitan con una gestión del conflicto tanto externo como interno extraordinaria. No es difícil encontrarse con el corazón en un puño durante la inmensa mayoría de los 83 minutos que pueblan un metraje en el que la lucha por la supervivencia del felino y sus acompañantes de travesía se niega a bajar de intensidad.