Vaya por delante lo próximo: una sesión de cine puede y, en ocasiones, debe ser una fiesta. Más allá de eventos concebidos como auténticas juergas entre butacas y frente a una pantalla gigantesca como las proyecciones de 'The Rocky Horror Picture Show', existen largometrajes que llevan un paso más allá la conocida como "experiencia cinematográfica", que invita a compartir sensaciones a un puñado de desconocidos expuestos a ficción diseñada para ello.
Quien sea asiduo al circuito de festivales, concretamente a los centrados en el cine fantástico, habrá asistido a pases en los que los gritos, los aplausos y los vítores están a la orden del día y pueden llegar a enriquecer aún más la experiencia y alimentar una sensación de comunidad y pertenencia a un colectivo que termina afectando directamente generalmente en positivo al visionado.
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Por poner un ejemplo, me será imposible olvidar ver 'The Raid' en el Retiro de Sitges y ser testigo de cómo, poco a poco, el público fue introduciéndose en el film para, de forma natural y espontánea, jalear al protagonista en cada una de sus peleas y celebrar sus triunfos de pie, casi como un gesto involuntario para liberar la tensión generalizada. Catarsis pura y dura que me ha hecho apreciar aún más si cabe la joya de Gareth Evans.