Cuando ves a un grupo de músicos ingleses lanzando afectadamente un álbum silencioso como protesta por el uso que creen que la
inteligencia artificial hace de sus obras, te das cuenta de que es fundamental poner fin a la voracidad del
copyright y de la propiedad intelectual, si no queremos que un modelo completamente anticuado, sin sentido y que jamás ha protegido a los creadores se convierta en un freno a la innovación.
En la práctica, esos músicos y artistas son el enésimo caso de utilización de personas populares para el beneficio de aquellos que los esclavizan, las compañías discográficas y, en general, toda la industria dedicada a la explotación de los derechos de autor, y que dan a los autores, y no a todos, únicamente las migajas de lo que generan.
La obsesión por expandir el
copyright todo lo posible y cubrir cualquier supuesto mínimamente relacionado es, el último recurso de quienes temen a la innovación. En un momento en que la
inteligencia artificial está transformando la creación artística y redefiniendo lo que entendemos por «arte», insistir en extender las protecciones tradicionales es, en el mejor de los casos, absurdo y, en el peor, un atentado contra el progreso.
La narrativa dominante se basa en el mito de que la
inteligencia artificial es una máquina ladrona que copia sin piedad obras protegidas.