Lo primero que te enseñan al estudiar guion es que toda buena
historia nace de la verdad y de la honestidad. Que, en el fondo, los mejores guiones -incluso los de fantasía medieval o ciencia-ficción galáctica- lo son porque hablan de miedos, vivencias y sentimientos conocidos por la persona que lo escribe. No puedes escribir sobre amor sin saber lo que es sentir que el corazón se desboca al pensar en alguien, ni sobre la pérdida si no has llorado a las tres de la mañana sabiendo que no volverás a ver a la persona que te dio la vida. Y Javier Giner se lo ha tomado a pecho en 'Yo, adicto', quizá la
serie con mayor corazón y realidad de todas -españolas y extranjeras- de las que nos han llegado este 2024.
En el desalentador -y desolador- paraje audiovisual actual, que se niega de manera rotunda a plegarse ante ninguna imposición narrativa o estética. En su lugar, rompe con todo con un grito sonoro, un llanto de realidad que resuena incluso con los que nunca nos hemos tenido que ver (por suerte) en la situación de Giner. Lejos de ser una fotografía innecesariamente doloroso, exagerado o brutal, estos seis capítulos se centran en la naturalidad de la recuperación y la evolución natural de un dolor invisible, pero que tiene tantas formas como habitantes hay en el mundo.